Llevaban mucho tiempo sin verse aquellos amigos de la infancia que habían sido vecinos del Marais y correteado por su entramado de callejuelas, en los años cincuenta. Sus destinos se separaron cuando uno de ellos hubo de abandonar Paris cuando a su padre lo trasladaron a Lyon. Desde entonces no había vuelto Jean Pierre a la capital. Cuando Serge recibió la carta de su amigo anunciándole su visita, se le iluminó la cara de alegría y comenzó a pensar que harían cuando se encontraran. Hacía mucho frio aquella noche de aquel día de febrero de 1.892, cuando ambos con sus trajes oscuros, sus chisteras y protegidos de un paraguas negro que se habían agenciado en la primera taberna donde tomaron su primera copa de absenta, para ambientarse por dentro, dirigieron sus pasos a Montmartre. Borrachos, mendigos y prostitutas del barrio bohemio los acosaban y ellos los esquivaban riendo, mientras hacían continuos ejercicios de melancolía sobre su antigua amistad y sus andanzas. Parecía que no hubieran transcurrido más de treinta años desde aquellos tiempos. De vez en cuando se detenían para escuchar a algún acordeonista refugiado en un portal o para, a duras penas, ver los trazos de pintores con aires de rebeldía que bajo un tinglado y con unas velas exponían sus obras y pintaban, a pesar de la lluvia persistente.
Sólo con el calor de las copas y sin probar bocado, decidieron bajar a Pigalle y consiguieron entrar en el Moulin Rouge. Allí se encontraba Toulouse-Lautrec en un rincón, su bastón en el suelo, dibujando con la botella por cómplice y compañía. De vez en cuando, se le acercaba una chica con aire de bailarina que parecía discutir con él, precisamente por el tema de la bebida. Jean Pierre, que había indagado en la vida del artista, comentó que no podía ser la modelo Marie Valadon, porque hacía tiempo que habían roto su relación y además porque “la terrible Marie” era, Igualmente, una bebedora empedernida. Jean Pierre se las ingenió para saber que se trataba de la bailarina Jane Avril amiga de Lautrec, a quien había retratado hacia unos años. Hablando de todo ello estaban, consumiendo otras copas de absenta en una pequeña mesa, cuando se levantó el telón. El espectáculo comenzaba. Offenbach se hacía presente una noche más. Al día siguiente, con su resaca a cuestas, los dos amigos visitaron la tumba del compositor alemán en el cementerio de Montmartre por expreso deseo de Jean Pierre.