En uno de sus hits, James Brown cantaba: “Dilo alto, soy negro y ese es mi orgullo”. Así de sencillo, duro y directo era su mensaje que transmitía a través de su música y de sus actuaciones en vivo. Desde sus inicios, tras una infancia conflictiva en la que pisó varios reformatorios y alguna cárcel, logró que el joven público nuevo se identificara con esa rebeldía que fue su santo y seña. Recorrió los escenarios de todo el mundo y, no le importaba actuar en locales de poca monta. Acompañado de una excelente banda, durante mucho tiempo dirigida por el saxofonista Maceo Parker, a través del mantenimiento de una rítmica ligeramente sincopada, consiguió un funky personal e intransferible a pesar de los muchos imitadores que ha tenido. Se le llama de hecho “padre del funk”, además de “padrino del soul”, o “Mr. Dinamita”
Eso sí, sus shows eran como una especie de rituales fijos e inmutables. Una tarde estando en el “Al Jamall”, por el año 1984 o alrededores, me entero que James Brown actuaba en el “Tivoli”. No me lo imaginaba en tal escenario ni de coña. Sin pensarlo dos veces allí me planté, y conseguí sin dificultad mi entrada. La mayor parte de los asistentes al concierto parecían desconocer lo que estaban viendo. Diez o quince años después lo vi en la plaza de toros de Málaga, y el concierto fue idéntico al de Tívoli. Era como la puesta en práctica de la teoría de Parménides. Nacido en 1933, James Brown se nos fue en 2.006. No llevó una vida precisamente ejemplar, fue un tipo violento y que ejerció la violencia con sus mujeres. Se descontrolaba cuando ingería “Polvo de ángel”, mezcla de cocaína y alucinógenos. Lógico.